lunes, 28 de enero de 2008

San Salvador.

Al separarme de la grata y casual compañía patricia, con la mochila nuevamente al hombro, caminé hacia el casco histórico de la ciudad. No estaba muy lejos y las indicaciones del oficial fueron tan precisas que la plaza central me encontró rápidamente. Quizás por lo poco que había dormido la noche anterior, o por el paupérrimo estado físico que me acompañaba, decidí sentarme en uno de los bancos que la plaza me ofrecía.
No tenía hambre, pero el aburrimiento y el "nosaberquéhacer" me hicieron abrir una lata de atún que llevaba en la mochila. La travesía comenzó cuando el cortaplumas demostró la diferencia de presión entre Buenos Aires y Jujuy. Bastó con un sólo pinchazo para que la máxima cantidad posible de aceite se esparciera por mis pantalones, para luego continuar por las manos y, finalmente, luego de muchas maniobras, llegara a un pañuelo descartable que solucionó un poco el panorama.
Tardé aproximadamente un día, o día y medio, en abrir la lata de atún. Una vez abierta le saqué el poco aceite que quedaba (presionando con"fuerza" la solapa de metal sobre el atún contenido) y miré con cierta sorpresa a mi alrededor; había salido del pequeño y estresante mundo del atún para volver a ver una plaza con mucha gente que circulaba. "No tengo ni siquiera un tenedor", pensé. Comer el atún con una navaja es moco de pavo comparado con la apertura de una lata La Campagnola a fuerza de cortaplumas malinventada.
Sin haberlo disfrutado en lo más mínimo, terminé de comer y tiré el enchastre en el tacho más cercano. Otro pañuelo descartable de por medio y con la mochila nuevamente al hombro, seguí caminando alrededor de la plaza. Pasé por la puerta de varios edificios importantes pero no les brindé ni la más mínima atención. Cualquier testigo habría pensado que estaba apurado, pero las únicas verdades en ese momento eran que me estaba meando y que faltaban aproximadamente seis horas para que el micro me sacara de esa ciudad de paso.
Un edificio me llamó la atención. No sé qué peculiaridad tienen las iglesias, pero captan mi atención de forma incongruente y siempre termino entrando. Quizás sea el silencio que me espera adentro; realmente no lo sé. Entré en la Catedral y la paz era la que esperaba. Aproveché para descolgarme la mochila y sentarme.
Las Catedrales son inmensas, o al menos ésa es la impresión que dan. Me estaba meando bastante, pero me sentía tan tranquilo, de repente, que no me importó; me quedé sentado mirando la nada y escuchando el todo, que no era casi nada: apenas algún sonido. Algún susurro de alguien, algún asiento de madera que crujía, algún que otro pie sobre piso de mármol...
Seguí sin desviar la vista de la nada hasta que ella me sacó del trance. Era jujeña, sin duda alguna (salvo que fuera salteña, boliviana o peruana), debía tener alrededor de cuarenta y tantos años y su figura era decadente. Si no pesaba noventa kilos era porque pesaba cien, y su ropa gastada pero funcional no la beneficiaba en lo más mínimo.
Comenzó usando casi ocho litros de agua bendita para persignarse una y cien veces. Lo primero que se me ocurrió, y no es broma, es que le iba a pedir a Diocito que le sacara un par de kilos de encima. Pero acto seguido se dirigió a un pesebre, y volvió a persignarse. Luego pasó por otra "estatua" religiosa, la tocó y se persignó nuevamente. ¡¿Iba a hacer eso con absolutamente todas las figuras religiosas que había en la Catedral?! Sí. Y yo la seguí con la vista, porque cada nueva "persignación" me parecía insostenible.
Esta mujer evidentemente necesitaba que Dios le sacara un peso de encima. Pero no exactamente de grasa. Había algo que la perturbaba, que no la dejaba vivir tranquila y que hacía de su estadía en la iglesia una rutina gimnástica casi obsesiva.
No toleré ver su rutina completa y antes de que terminara de dar la vuelta entera a todos los santos y estatuas y loquefuere, tuve que irme de la Catedral. Esta vez me produjo cierta paz el hecho de salir a la plaza y encontrarme con el ruido nuevamente.
A cien metros, entré en un museo que había pispeado minutos antes de haberme adentrado en la aventura atunera. Me había gustado no por los grabados sino por el bar que tenía en el primer piso. Me senté en una mesa (cada vez que me sacaba la mochila de los hombros mi cuerpo agradecía enormemente mi actitud), pedí un capuccino con dos medialunas y acto seguido me dirigí hacia el baño. Mientras mi vejiga se desinflaba volví a pensar en la jujeña. Tiré la cadena y me lavé las manos y la cara.
Al volver a la mesa saqué de mi mochila un libro y comencé a leer algunas páginas hasta que llegó el café. Largué el libro (mucha atención no le estaba prestando) volviendo el señalador hacia atrás, como sugiriendo que las páginas que acababa de leer no las había leido realmente. Tomé el café y comí las medialunas con toda la pasión y organización que no había utilizado al comer el atún.
Cuando hube terminado, no supe qué hacer. Tal es así que lo único que hice fue pasarme a una mesa junto a una ventana que daba a la Casa de Gobierno. Hice un par de boludeces como leer un folleto, interpretar un mapa de la ciudad, cortarme las uñas de la mano izquierda y ordenar mi bolsito de tocador. Ordenando un poco encontré unas hojas pentagramadas y un lápiz; "por ahí pueda escribir algo, como para pasar el rato".
Ahora faltan nada más que dos horas y media para que el micro me saque de esta ciudad de paso.