martes, 10 de enero de 2017

En las nubes



Hoy me subí a un avión. Me tocó ventanilla.

Mi acompañante resultó ser un Testigo de Jehová (esta es la única parte real del cuento) que a mitad del vuelo quiso convencerme de las bondades de Dios.
Le dije que no era necesario porque yo ya las conocía y que prefería, en cambio, continuar con mi lectura de "Cómo ser buenos" (Nick Hornby).

A los pocos minutos el testigo no pudo contenerse y volvió a mencionar cuestiones religiosas. Respiré más profundo de lo normal, fui paciente, puse la mejor de mis caras y dejé que hablara.

Adentrada la conversación, mi tolerancia llegó a su límite y tuve que pedirle permiso, explicándole que necesitaba bajarme del avión.
Me miró sorprendido pero me dejó pasar. 

Caminé por el pasillo mientras recuperaba el aire y me acerqué a la cabina. 
-Me bajo acá -le dije al piloto.
Asintió con la cabeza y exactamente ahí fue donde me dejó... en las nubes.


La foto que ven la saqué justo antes de bajar y no llegué a ponerle ningún filtro.


Me senté cómodamente en la nube que más me gustó, respiré hondo (¡cuán distintas pueden ser dos respiraciones igual de profundas!) y sonreí. 
Finalmente había logrado sentirme en paz para poder continuar con la lectura sin ser molestado por otro ser humano.

Pasados veinte minutos un barbudo de vestido blanco, pelo descuidado y ojos saltones me tocó el hombro y me dijo, con una voz rasposa: 
-Abandoná la lectura, Lucas, el final de esa novela es una mierda.
Le pregunté qué tenía para recomendar y sólo mencionó libros y autores que yo desconocía.

La conversación fue amena y larga. Más amena y menos larga que con el Testigo de Jehová.

-¿No bajás nunca, no? -le pregunté.

-No, muy de vez en cuando...

-¿Y cómo hacés para enterarte de todo lo que nos pasa allá abajo?

-Me entero poco y nada.

-¡¿Cómo?! -pregunté sorprendido.

-Lucas, estas nubes sobre las que estamos apoyados no me dejan ver un carajo...


Lo miré, me miró, y ambos entendimos que no teníamos mucho más que hablar.

-Con razón... -le dije, y luego le pedí con la misma cordialidad que al testigo, que por favor me dejase continuar con la lectura.

Una lágrima

Una lágrima derramó Lina. Una sola. Y a mi, con eso, me bastó para entender que el peso de una despedida no depende de cuánto tiempo dos personas hayan compartido.