Me considero, al
menos, un decente jugador de cartas. No quiero presumir y decir que juego muy
bien porque pretendo cuidar las formas. Pero lo cierto es que suelo ser bastante
hábil.
Imaginen un jugador que supera la media y que siempre es un contrincante
difícil, desafiante. Ese soy yo.
Pero desde que empezó
este año, no gané ni un partido. De nada. Perdí partidos de truco, perdí
partidos de burako, perdí una cantidad de dinero considerable en el casino
(siempre jugando a las cartas)… Y, después de perder tanto, empecé a perder la
actitud y la esperanza.
Empecé a olvidar cómo era ganar.
Ahora arranco los partidos
sabiendo que voy a perder. Juego por jugar, nomás. Juego y pienso en el azar,
en La música del azar (¿es casual que
justo en este momento de mi vida esté leyendo ese libro?), pienso en la
energía, pienso en Dios, pienso en cuánto tiempo más girará hacia abajo la
rueda de Ignatius Reilly (que ahora es mía…). Y también, mientras juego, me
toca pensar cosas como “yo creí que la peor carta que me podía tocar en este
momento era un 6 de diamantes, pero no, claramente era esta jota de mierda”.
Una imagen vale más
que mil palabras. Me reparten cartas jugando al burako y me salen cosas como
ésta:
O no soy un decente
jugador como me gusta creer, o estoy teniendo mucha mala suerte.
Prefiero seguir
pensando que las cartas son lo mío y que la suerte está echada.
La eché yo, no sé
cuándo. Y lo hice sin darme cuenta. Ella agarró sus cosas, se fue sin saludar,
sin decir a dónde iba y se mandó a mudar…
La sigo esperando.